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¿Salvar el corazón es feminista?

Por Cynthia Híjar Juárez*
FLOR_CesarMartínezLópez

La primera vez que me rompieron el corazón, estuve tanto tiempo tirada en el suelo de mi cuarto llorando, que perdí la noción del tiempo. Tenía poco más de veinte años, y la vida se medía a través de las lágrimas en borbotones como la sangre en la escena de Kill Bill donde Gogo Yubari le corta la cabeza al morro que se la quiere ligar.

De esos días, sólo recuerdo las lágrimas que habitaron cada uno de los espacios que pisé. Tirada en el suelo una tarde, cuando la luz entraba por la ventana y atravesó una de mis lágrimas, pude ver el arcoiris adentro de mi propio ojo.

Lloré en mi facultad, frente a un grupo de muchachas bullies que disfrutaron verme sufrir. Lloré frente a quien no quería mostrarme débil y frente a quienes me amaban. Lloré cuando mi “amigo” Juan me besó en Cuernavaca después de que yo sólo quería seguir tirada en el pasto, recordando cualquier evento de amor romántico que me ataba a mi ex. Lloré en los microbuses y en el metro, en las escaleras de un bar. Lloré cuando tuve que manejar borracha para escapar de dos estudiantes de ingeniería que planeaban abusar de mí en una fiesta. Lloré, lloré, lloré. Y luego chillaba. Y luego berreaba. Decía que se me iba a salir el cerebro por la nariz. Lloré en los coches con mis amigos cuando ponían una canción melosa que antes yo misma había criticado con mi esnobismo adolescente.

Pinches lágrimas cabronas, luego no dejan ni respirar. Mi tiempo, mi vida y mis aprendizajes, quedaron encapsulados en gotas saladas que se evaporaron y que tiempo después se derramaron sobre mí. Los segundos y los días no eran nada más que lágrimas.

Una lágrima que mide el tiempo exacto que tardé en perseguir un microbús pensando que había visto al exnovio ahí. Una lágrima que mide los ocho años que me tardé en reconocer su profunda misoginia, y que no era un buen novio sino un machito encubierto, después de mucho tiempo (es decir, lágrimas) de habernos dejado.

Una lágrima que mide toda la discografía de Buika, Luz Casal y Toña la Negra mientras se beben galones de tequila.

Las lágrimas que reclamaron su propia existencia como medida del tiempo, me enseñaron que tienen muchas formas el día que regresaron en forma de lluvia, cuando Martha y yo decidimos parar el shadow azul que ella manejaba porque llovía y quisimos mojarnos en un chaparrón y reír a carcajadas, ese día en el que teniendo más de veinte años, acabó mi infancia, en medio de gritos de fascinación ante las gotas tibias cayéndonos encima, totalmente niñas, desprevenidas de toda crueldad de un destino que al parecer, sentenciaba que la lluvia jamás sería tan bella como esa tarde.

No sé bien a donde se van las lágrimas, qué caminos transitan. Pero sé que vuelven a ti. Regresan como regalos que sanan y se adhieren a tu cuerpo, mientras ríes con tus amigas en una playa y el agua del mar te limpia las heridas, cuando bañas a tu perra salchicha o cuando compartes sudores después de bailar. La primera vez que sales a bañarte en la lluvia con tu sobrino, o el día que el suero gotea mientras ves a tu mamá sobrevivir a una operación de emergencia. Las lágrimas están ahí de nuevo, diciéndote que también en eso se transforman, que no las odies por haber salido tan desesperadas a buscar ser otra cosa para regresar a ti después de haberte dado lecciones.

Hasta aquí podemos notar que una de las condiciones de su humilde columnista, es la de una dramática obsesión con el acto de llorar. Muchos años y muchas lágrimas después, estoy de nuevo tirada sobre el piso. Llorando, como es de esperarse, con una elegante bata de peluche color turquesa y unos cómodos calzones azul marino. Es otro piso y yo, por minutos, pienso que también ya soy otra persona, pero luego noto que soy la misma que teniendo veinte años deseaba dejar de llorar o poder anestesiar absolutamente todas las emociones que me hacen, a dos semanas de cumplir treinta años, faltar a clases o perder los deadlines maratónicamente.

Soy una mujer que ha vivido con la tristeza a cuestas durante años, pensando que la danza y los impulsos creativos me podían ayudar a sobrevivir al diagnóstico de la depresión. He aprendido a usar la rabia y el enojo para no tener que contar el tiempo en lágrimas otra vez, pero hoy solo quiero un sindicato para muchachas que no pueden dejar de llorar.

Escribo esto desde el dolor. Ese que paraliza. El que te hace sentir que fuera de casa estas como los perros que se perdieron y corren sin ninguna dirección buscando a sus humanos, sin saber que entre más corren más se pierden y es más difícil volver. Este que aún dentro de casa no se siente aliviado. El dolor que no se cesa aun cuando alguien te dice: oye, estoy contigo, tienes que sentirte mejor pronto, ánimo, estás viva, disfruta tu dolor, tiempo al tiempo, todo pasa, al rato te vas a reír de esto. Escribo así porque quiero decir cuánto cansa ser un huracán. Lo duro que es medir todos los minutos de tu vida la fuerza que tienes para hacer cualquier cosa.

Lo difícil que es tragarse las lágrimas una y otra vez. La herida profunda que genera sentir que siempre estás sintiendo demasiado, que tus emociones son tan poderosas que te explotan adentro y te destruyen, el miedo a que alguien note que eres una catástrofe natural.

Escribo hoy para aquellas que también son huracán, incendio o maremoto. Muchas mujeres hemos sido obligadas a asumir la debilidad como una virtud y nuestra fuerza como algo tan despreciable, que aquí estamos, tantas de nosotras teniendo que llover dentro de una casa, tiradas en el piso, esperando a que salga el sol para ver el arcoiris otra vez. Para nosotras, hoy quiero decir una cosa breve: no sé qué sentido tiene esta columna. No sé qué rumbo tiene mi vida y no sé cómo darle forma al pinche dolor.

Me gustaría sentir que también de eso podemos hablar las feministas. Decir hola, estoy cansada. Hola, con todo y el feminismo, me siento culpable de ser quien soy. Hoy me siento profundamente lastimada. Hay días que esconder mi fuerza es tan cansado, que me siento débil, seca y agotada. Y me duele la cabeza.

Y quiero pero no tengo deseos de comer. Y termino comiendo mucho y mal. Hola, tengo estrés post traumático desde que soy activista. Soy grosera, impulsiva y contesto mal a veces a quienes me quieren. Siento una necesidad profunda de acariciar otros cuerpos y tener orgasmos, al mismo tiempo que no quiero tener contacto con nadie. Soy esta heteronormada que tiene terror de volver amar a su opresor.

Hola, no soporto a mis amigos y los necesito más que nunca. Nunca quise ser congruente. Me gustaría no tener que estar enojada para dejar a quienes me lastiman y poder irme antes. La rabia me ha ayudado a sobrevivir pero no es en rabia donde deseo vivir permanentemente. Cuando me miro al espejo, me siento fea. Pienso muchas veces al día que nadie me puede querer. Hola, ya sé que eso no suena feminista, pero así es como me siento y si no lo digo estaría mintiendo y eso, creo, tampoco lo es.

Para mí, el problema de aspirar a ser siempre felices y fuertes es que nos aterra cuando una de nosotras se rompe y cuando nosotras mismas nos rompemos. Pareciera que no tenemos permiso porque nos convencimos, de algún modo, de que eso no está bien. Quizás las cosas que detonan estas emociones y pensamientos sean patriarcales, pero una vez que ya están adentro de ti ¿qué haces? Porque no se destruyen tan fácil y además podemos culparnos por sentirnos así, no feministas y no fuertes y no rabiosas todo el tiempo.

¿Cómo vas a sentirte así si eres tan fuerte, inteligente, capaz, amorosa? Tan necesaria. ¿Y si las primeras en necesitarnos somos nosotras mismas? Disculparán el patético intento de provocación, pero ¿qué se supone que vamos a transformar si no transformamos nuestras contracturas musculares, nuestros espasmos de terror, nuestros ataques de pánico y nuestros cuadros de ansiedad y depresión? ¿qué lugar ocupan en el feminismo nuestras heridas, nuestras tristezas y nuestro dolor?

Entre amigas nos decimos, no vale la pena, regresa a la escuela, todo va a estar bien, ya acaba el semestre, no pasa nada, y cuando estamos heridas sabemos que es casi imposible asumir que necesitamos volver. Es duro no poder salir de casa, no poder leer, no poder comer y además sentir que estás traicionando la lucha y tu activismo y todo lo demás. Hace tanto que no puedo salir a marchar sin sentir ansiedad social. Hace tanto que no puedo con la carga de trabajo político que lleva consigo el activismo, que ya no sé qué estoy haciendo, o si tiene sentido. No quiero hacer una deducción, pero sí quiero señalar una cosa: el patriarcado nos hizo también sentirnos responsables de salvar al mundo mientras por dentro estamos tan heridas, tan lastimadas, empobrecidas, precarizadas y tan cansadas que necesitamos llover.

Esto es para ti, que también estás cansada. Está bien tomar un tiempo para sanar. Está bien cuidar tu alma y tu relación contigo misma. Las lágrimas que están contenidas tienen que salir, tienen que transformarse en algo más que un dolor de garganta, un tic, un nudo en la espalda. El silencio también es un aliado y mereces sobre todas las cosas, estar para ti misma. No hay manera de estar para las demás si no estás para ti primero. Amiga, date cuenta nos necesitamos vivas pero también nos necesitamos bien. Pero estar bien implica revisar las propias heridas, no solo enojarnos con el mundo porque las genera. Sanar es necesario para transformar las condiciones sociales que nos tienen tan mal.

¿Es este texto feminista? No sé. No quiero saberlo. Necesito, sobre todas las cosas, salvar mi propio corazón.

*Cynthia Híjar Juárez es educadora popular feminista. Actualmente realiza estudios sobre creación e investigación dancística en el Centro de Investigación Coreográfica del Instituto Nacional de Bellas Artes.

18/CHJ/LGL

 

 

 

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