Viajábamos en el coche convertible amarillo, con la capota bajada, de regreso al D.F. por la carretera de Cuernavaca. Manejaba la que sería mi cuñada, adelante estaba la que sería mi suegra, yo atrás. Nos dice mi suegra: «Acaso no se sienten infinitamente pequeñas bajo este cielo estrellado que refleja la inmensidad del universo» Mi cuñada maneja en silencio, de repente dice: «Sí, somos nada en esta infinitud, un grano de arena en la inmensidad de la playa». Yo, la menor de las tres, la que viaja atrás, en el auto que no es suyo, que ni siquiera sabe manejar, tampoco tiene coche, dice con una plena convicción y asombro de que ellas no compartan su certeza: «Yo siento que el mundo, mi mundo, comenzó conmigo y terminará el día que yo muera». ¿Acaso tengo ahora que esto escribo, mil años después, sentimientos de nostalgia por lo que no alcancé a vivir? Pienso que no.
«Vida nada me debes, vida estamos en paz». Creo que valió la pena vivir. «Será pecado, pero yo no me quiero morir», decía mi madre de más de ochenta años, ya viuda. Yo, como ella, no me quiero morir. Tal vez algún día lo desee, como ella, cuando apretó los ojos y rehusó comer. «No deseo cielo ni temo el infierno», como dice Borges.
Y pienso tanto en la muerte, en este sentido: «No, yo eso ya no puedo hacerlo; no, yo eso ya no quiero hacerlo».
La muerte verdadera, creo, es la muerte prematura de los que amas.
Retomado del libro «Gracias a la Vida…»
Graciela Hierro Pérezcastro.
Premio DEMAC 1999-2000.