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Benita Galeana: una revolución airada

Por Yolanda de la Torre

Son ya 101 años del nacimiento de Benita Galeana, una mujer pequeña quien quiso que otras, como ella, probaran la libertad. En nombre de esas mujeres Benita fue humillada, golpeada, encarcelada. Pero nadie pudo quitarle la grandeza.

A Benita le deben mucho las luchadoras políticas de nuestro tiempo. Ella fue una simiente de la búsqueda de la igualdad y la justicia. Generosa pionera, ilustró con el ejemplo de su cuerpo torturado y su inteligencia a prueba de machismos e inequidades. Y, a pesar de la discriminación que vivió en su tiempo por ser mujer, dedicó su causa a todos los trabajadores sin excepción.

Hoy, cuando las mujeres mexicanas ya tienen voto y ciudadanía, se le recuerda con admiración y se le rinde tributo. Sin embargo, tal fue la nobleza de su espíritu que no habrá nunca un homenaje suficiente.

UN VIENTO AIRADO EN LA COSTA MEXICANA

San Jerónimo de Juárez, Guerrero, está al suroeste de Chilpancingo, bordeando la costa del Océano Pacífico. Exuberante y tropical, cubierto en gran parte por una vegetación selvática alimentada por el río Tecpan, a veces se ve arrasado por vientos de hasta 125 kilómetros por hora que estremecen la piel del lugar. Uno de esos vientos, de los más airados que haya conocido la entidad, fue Benita Galeana.

Hace más de 100 años, el 10 de septiembre de 1904 -día de nacimiento de Benita, aunque algunos dicen que en realidad fue en 1907- San Jerónimo era una localidad conservadora y tradicional gobernada por los cacicazgos locales heredados del siglo XIX. Los hombres se entregaban a la agricultura y la pesca, y las mujeres a las labores del hogar. Ni en sueños se le habría ocurrido a ninguna de ellas cambiar el orden de las cosas; a ninguna, salvo a Benita.

Quizá la fe libertaria le vino de un famoso tío bisabuelo: Hermenegildo Galeana, quien inflamó Guerrero durante la lucha por la independencia de México. Al parecer, Benita traía la revolución en la sangre.

Fue hija, contaba ella, de un rico hacendado arrocero, Genaro Galeana, y de Aurelia Flores, quien murió cuando Benita apenas tenía dos años. Entonces don Genaro se dedicó a beber. En su autobiografía relata que su padre «a veces se llenaba las bolsas de la silla de montar con dinero, y se iba por el campo repartiendo monedas a los pobres». Posiblemente heredó de él la compasión.

LA HUIDA

Para cuando Benita tuvo uso de razón, don Genaro ya había perdido toda su fortuna y ella, junto con sus hermanos, quedó bajo el cuidado de la mayor, Camila. Benita le tenía miedo de tantas golpizas que recibía. Vendía pan, dulces, arroz con leche, tamales. Después se la llevó su hermana Guadalupe y, sin embargo, la vida no cambió: la mujer casi la mató a palos.

Pero Benita nació rebelde: a los 16 años huyó de la mano de un mezcalero y, tras una breve estadía en Acapulco, con la ayuda de una amiga logró treparse a un tren para llegar finalmente a la Ciudad de México con la esperanza de aprender a leer y escribir. Fue aquí donde conoció a su primer marido, Manuel Rodríguez. El la inició en la militancia política. Ambos ingresaron en 1927 al Partido Comunista Mexicano, que por entonces era todavía ilegal.

Corrían los años 20. El régimen de Calles estaba en su apogeo. Benita, quien desde pequeña supo de la injusticia, se sumó con todo su vigor a la lucha política después de que encarcelaron a su esposo por primera vez. Ella misma fue llevada a prisión y brutalmente golpeada al menos en 58 ocasiones, como si las tundas de la infancia no le hubieran bastado. Pero ni eso la detuvo. A partir de entonces, nada ni nadie podría detenerla.

LOS AÑOS COMUNISTAS

Ni bien ingresada al Partido Comunista, Benita se sumó a los mítines relámpago para denunciar la miseria imperante entre trabajadoras y trabajadores. De tanto escuchar las palabras de sus compañeros, muy pronto se convirtió en una oradora apasionada capaz de encender los ánimos más desgastados. Sus camaradas admiraban su belleza y entrega, pero lejos estaban de concederle la igualdad. El machismo de la época era todavía feroz.

Fue una militante espontánea, libre y activa, sin educación política o de cualquier otro tipo; la única que recibió entonces fue de su instinto. Al respecto, señaló: «Nunca sentí que los dirigentes del Partido mostraran ningún interés por encauzarme, por mejorar mi trabajo revolucionario, por hacer de mí, aconsejándome o estimulándome, una muchacha más consciente y capaz. He sentido que me han dejado sola con mi ignorancia».

Cuando Lázaro Cárdenas llegó al poder, Benita era ya una comunista consumada. Estalinista de la línea dura que entonces marcaba al Partido, se hizo amiga durante los años 30 de algunos de los más ilustres mexicanos de la época: de José Revueltas y Juan de la Cabada, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, Valentín Campa y Germán Lizt Azurbide.

A esta lista se sumaron dos de sus más fervientes admiradores en el mundo: primero el poeta español Rafael Alberti, y más tarde el cubano Fidel Castro. Y a ellos, con el paso del tiempo, se agregaron cientos de mujeres y hombres empeñados en hacer de México y del mundo lugares más justos, más amables, más solidarios.

UNA VOZ POR LAS MUJERES

Para 1935, en luchas Benita ya era una experta. No en balde se le considera una precursora del feminismo socialista: ese año participó en la creación del Frente Unico Pro Derechos de la Mujer (FUPDM) al lado de Adelina Zendejas. Su mayor preocupación no era sólo proteger a las trabajadoras, sino enseñarlas a defenderse. Junto a ellas abogó por el descanso de las mujeres tras el parto, y con ellas conquistó ese derecho.

Apenas al año siguiente la fogosa oradora aprendió a leer, y para 1940 publicó sus memorias, tituladas sencillamente Benita, las cuales escribió noche tras noche, abandonada a sus recuerdos, en una máquina de escribir prestada. En esos días se había unido ya al periodista Mario Gil y, además de una hija natural, tuvo otras seis adoptadas. En sus propias palabras: «mientras las estuve criando, siempre fui feliz».

Años después participó con su hija Italusa en el movimiento del 68, llevando comida y medicinas a los estudiantes en huelga, e incluso infiltrándoles recados. También apoyó moralmente a Lucio Cabañas y Genaro Vázquez en sus guerrillas, allá en la montaña guerrerense, como lo hizo también con maestros y ferrocarrileros, y se sumó posteriormente a la causa de las costureras tras el terremoto del 85 que devastó el corazón de la Ciudad de México.

SU ULTIMA VOLUNTAD

Antes de morir, Benita todavía alcanzó a escribir un extraordinario libro de cuentos, El peso mocho, y dejó inconcluso un volumen titulado Actos vividos. Digna hasta el final, rechazó una pensión vitalicia que le ofreció el gobierno guerrerense -«todavía tengo para lentejas y frijoles», dijo- y batalló con las dolencias que le dejaron los golpes sin queja alguna.

Falleció el lunes 17 de abril de 1995 a causa de una embolia cerebral, pero antes dispuso que su casa se convirtiera en un museo que hoy, transformado en la Casa de la Cultura Benita Galeana, cuenta con biblioteca, archivos, una valiosa fototeca y numerosos objetos personales.

A 101 años de su nacimiento, pues, Benita aún vive. La recuerdan México, sus mujeres y sus hombres. Y la recuerda el mundo por el que luchó infatigablemente hasta cerrar los ojos para siempre.

05/YT

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