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Seamos realistas

Por Cecilia Lavalle*
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“Seamos realistas, eso que usted dice nunca sucederá”, me dijo –no sin tristeza- una maestra que había escuchado atentamente mi disertación sobre igualdad entre mujeres y hombres.
 
La maestra que me interrumpió no era la única que pensaba que yo no era realista. Hacía rato que había comenzado a notar entre mi auditorio rostros de compasión. Casi podía escuchar: “Pobrecita, cree en la utopías”.
 
Algunos le llaman desesperanza aprendida. Y no faltan razones. Una mirada a cualquier periódico impreso o electrónico da motivos suficientes para pensar que nada tiene remedio.
 
Sí. La desesperanza tiene más de un pretexto para entrar a nuestra casa y sentarse a la mesa. Es más, a veces llega con sus maletas dispuesta a instalarse en nuestra vida como si fuera bienvenida.
 
El punto es que a mí no me da la gana. No me da la gana dejarle que entre a mi casa a sentirse dueña de mi vida, así nomás. A veces se sienta conmigo mientras leo el periódico. Pero me la sacudo tan pronto puedo. A veces de plano se acurruca en mi cama y me abraza de modo que me cuesta trabajo brincar de gusto por el nuevo día.
 
Pero la pateo, porque mi convicción en que otro país mejor es posible no se basa en un optimismo ingenuo. Tengo evidencias de que las utopías se vuelven realidad.
 
Mary Wollstoncraft, por ejemplo, soñaba en el siglo XVIII con que las mujeres tuvieran independencia económica. Olympia de Gouges soñaba con que las mujeres tuvieran derechos. Elizabeth Cady, Lucrecia Mott, Emmeline Pankhurst, Hermila Galindo, Elvia Carrillo Puerto, por sólo mencionar algunas, soñaban con que las mujeres pudieran votar.
 
Cuántas veces les habrán dicho: ¡Sé realista, eso nunca sucederá! ¡Deja de soñar, eso no se puede!, ¡Pon los pies en la tierra, eso es imposible!
 
Y me las puedo imaginar diciendo: ¡claro que se puede!, o ¡ya veremos!
 
Pues ahí tienen, ¡soy su utopía caminando!
 
Yo tengo una serie de derechos que ellas y muchas otras me consiguieron. Pude aprender a leer y escribir sin que nadie me lo prohibiera. Pude estudiar el bachillerato sin que camino al salón los hombres me escupieran. Pude estudiar en una universidad sin que ningún hombre me arrojara piedras. Pude votar sin ser considerada delincuente.
 
Seamos realistas: ¡soy su utopía hecha realidad!
 
Miremos ahora mismo a mujeres de otras latitudes soñando y realizando acciones para hacer realidad sus sueños.
 
Ahí está Malala, la niña pakistaní que lucha por el derecho a la educación de las niñas en su región. Ahora es premio Nobel de la Paz, y tiene una voz pública poderosa. Pero antes de que intentaran asesinarla, cuántas veces le deben haber dicho: ¡Sé realista, aquí las niñas no estudian!
 
Leo en el artículo “La fuerza de la rebeldía”, de Lydia Cacho: “Esta semana las mujeres de Arabia Saudita, uno de los países con el capitalismo salvaje más abiertamente sexista, salieron a votar por primera vez y más de una docena resultaron electas. Su logro no se basó en las armas de una guerra contra el terror que simula búsquedas democratizadoras sino en el persistente movimiento feminista de abogadas, médicas, escritoras, amas de casa y activistas que durante veinte años, bajo el velo y la burka crearon un movimiento que logró romper el techo de cristal más evidente: el electoral. Dentro de un par de décadas congresistas saudís dirán que son el resultado de la utopía de sus madres y sus abuelas, y tendrán razón”.
 
¡Soy realista!, le contesté a la maestra. Sí creo que es posible construir igualdad entre mujeres y hombres. ¿Llegaré a vivir mi utopía? ¡Esa es otra pregunta! Pero tengo claro tres cosas: 1) Hay que trabajar por la utopía, 2) No estoy sola, somos muchas y muchos, y 3) No empiezo el camino, sólo recorro mi trecho.
 
Cuando la desesperanza me abraza, me acuerdo de las mujeres que han provocado grandes y positivos cambios, y me digo: ¡Cecilia, sé realista!
 
*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, integrante de la Red Internacional de periodistas con visión de género.
 
Apreciaría sus comentarios: [email protected]
 
15/CL/GGQ

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